LA DESPEDIDA


Brandon, un chico negro, delgado. Bastante femenino y de ademanes delicados; estuvo todo el curso celoso de Mark porque yo había ido con él a su iglesia. Quería que fuera a la suya también, era otra confesión de las muchas que hay en la América Profunda; por fin accedí, y el último domingo que pasé en Humboldt, Tennessee, le acompañé. Llegó a las once de la mañana en un coche grande y destartalado. Iba con su primo Jimmy, un chico de unos diesiseis años, gordito, pachorriento y agradable. Al llegar a la iglesia, saludé a los pocos que conocía: a la secretaría de colegio y a la mujer del pastor evangélico, Anita Barnes, así rezaba en su tarjeta. El predicador de turno, estaba soltándose un rollo de aupa sobre la hipocresía - es que los blancos los torean bien, la marginación de los habitantes de raza negra es bochornosa, nunca pude sobreponerme, me enervaban -. Me senté en el banco del fondo a la derecha junto a Jimmy y Brandon. Mark se fue con su familia a su iglesia, - más divertida que esta, por lo menos la gente era más desenfadada -. Brandon no paraba de entrar y salir, pero yo, estuve dos horas aguantando el sermón del pastor. Tenía tal aburrimiento que me dediqué a observar las paredes pintadas del gotelec en beige. El sol las iluminaba y resaltaba los granulados, que brillaban como en una discoteca de lo más "in". Aquello era puro "fashion" en una iglesia montada en un carromato de un pueblo perdido en medio de los estados sureños americanos. Del techo pendían dos lámparas a cada lado y una central en el atrio. En el primer banco de la izquierda, una mujer negra, alta y ancha, con vestimenta de ejecutiva, llevaba una carpeta abultada. Sería predicadora, porque al empezar el pastor su "speech", cogió la gabardina y salió como si se la llevase el diáblo. Iría a otra iglesia para adelantarse a los otros sermoneadores, no fuese que se le adelantasen y no pudiese soltar el suyo. Son todo un alarde en la oratoria, sus voces las regulan como si de una canción de gospel se tratase, menos el que me tocó ese domingo, su letanía me recordaba a los curas católicos, capaces de dormir a un regimiento, o a la entonación del Papa; son adormecedores de conciencias. Hipócritas con levita. A los negros, los justifico, porque por lo menos, hacen terapia colectiva para sobrellevar la marginación. Necesitan otro Martin Luther King más radical para demostrarles a los americanos blancos que su democracia es de plástico y no ha llegado a la población negra y pobre. El pastor aunque hablaba sobre la hipocresía, lo hacía sin ímpetu, desganado, aburrido, vamos, un tedio de domingo, cuando sabía que sus casas habían sido borradas literalmente de la zona por el último tornado. Sería un vendido. En la segunda fila de la izquierda, una ancianita con un pajizo blanco. Los volantitos de la blusa le asomaban por el cuello. A la izquierda, en la esquina del salón, una señora de traje blanco con flores enormes negras, tocaba el piano y seguía la letanía agonizante del pastor. Ni con música consiguió elevar el nivel. Parejas de matrimonios jóvenes, con sus niños y niñas peinados con moñitos y trabitas de colores alegraban la vista. Brandon, en sus idas y venidas, se sentó al fondo a la izquierda. Yo permanecí como una estatua de sal en mi asiento, no sin parar de mirar hacia la salida y cotillear todo lo cotilleable. ¡Qué tedio!, intenso, agobiante, de sopor. En la primera fila de los bancos de la derecha, había dos señoras mayores, una, con chaqueta verde billar con pedrería, la otra tendría que ir sencillita porque no me acuerdo de su vestimenta. Inesperadamente, una señora vestida con traje a rayas, como de ejecutiva; la señora del pastor, que llevaba botones dorados a juego con los de los zapatos, y una tercera, se colocaron en el centro y movieron unas panderetas negras que tenían grabadas unas palomas blancas. Sería la Iglesia del Espíritu Santo con tanto aletear. Me recordaron a los fieles que vi en la iglesia de Mark, pero aquella vez, la escenificación fue más efectiva. Allí todos los fieles se pasearon por el pasillo central con las manos enlazadas por los pulgares haciendo el vuelo de las palomas. Serían más pobres y no tendrían panderetas. Se ve que hay diferencias incluso entre los mismos credos. Todo depende de los parroquianos. Dos bancos por delante de mí, estaba sentada la madre de Brandon, y cuatro de sus seis hijos. Estaba en estado avanzado. Sentada detrás de ella, una señora con vestido satén beige con torerita, tenía una peluca caoba a capas. Al volver la cabeza, vi su nariz, mejor dicho, su no nariz, solo tenía dos orificios sin nariz. Dejé de mirarla. Detrás de ella, otra señora con mangas de tul, sujetaba a su hijo pequeño que no paraba de moverse. Flexible como un muñeco de goma. Su madre no le dejó salir a bailar. En esta iglesia eran más reprimidos, estaba segura de que no iban a llegar a un éxtasis colectivo. Nadie se desmadró. Sinceramente, esperar todo el curso para ir, me decepcionó. Sería que en la iglesia de Mark vi todo un espectáculo. Insuperable. Desde la última fila, yo, con un traje pantalón azúl marino, sobria y aburrida, permanecía al lado de Jimmy, que llevaba una camisa blanca con un tableado en la pechera, no se movía. Estaría durmiendo. Cuando me cansé de hacer un repaso general a la iglesia, y al ver que Brandon había desaparecido de nuevo, con la excusa de ir al servicio, salí a respirar aire. Brandon estaba charlando animadamente en la puerta. Le dije que tenía hambre y que su pastor me había aburrido. Aceptó a acompañarme por la zona. Callejones entre carromatos, barro en el suelo. La pobreza contrastaba con sus vestidos domingueros. Ellos muestran sus mejores galas los domingos en medio de la nada. Brandon llevaba un traje beige a rayas negras haciendo juego con el chaleco. Botones dorados y corbata. En una venta compré chocolatinas y tabaco - menos mal que la ley antitabaco allí se la pasaban por el forro -. Me puse a fumar, nos miraban al pasar. De regreso al oficio, afortunadamente, el cura ya había terminado. No lo volví a ver, a lo mejor correría a otro salón a oficiar otro sermón. Como broche final, el gospel que entonaron el coro de la iglesia. Con ponchos verdes billar, iluminaron la estancia como un flash musical. Nos hicimos una foto. Todavía estoy esperando que me la envíen. Tendré que volver a Humbolt a recordárselo. Como despedida del curso, quería invitarlos a comer, teníamos que recoger a Mark. Estaba en la gasolinera, lavaba su coche. Todos los adolescentes americanos conducen, seguramente sería el coche de su padre, porque él trabaja en un McDonald y no tenía dinero. El restaurante estaba bien. Fuimos al comedor de fumadores, ¡Todavía se podía fumar en la américa profunda! Los tres bromearon sobre sus ligues. Un matrimonio de mediana edad se nos quedó mirando, eran negros. En la mesa, estábamos cuatro personas, tres adolescentes negros y una mujer adulta y blanca, yo. Algo insólito en la zona. Como buenos adolescentes, empezaron a montar un numerito en público. Me puse nerviosa. Nunca había salido con alumnos jóvenes, y ya se sabe, en América, por cualquier sospecha te acusan de violadora. No estaba relajada. Por más que les llamé la atención, y les repetí que era mi despedida. Continuaron con la movida. Se sirvieron del bufet platos repletos de todo lo que encontraron, repitieron. Comían con ansiedad. Jimmy, el más tranquilo disfrutaba de la comida. Brandon, después de servirse otro plato repleto de dulce de fresas con chocolate, se puso en trance. Sería para emular a los pastores de las iglesias, y como el de su iglesia no había dado ningún espectáculo, se creyó con el derecho de hacerlo. Convulsiones, traqueteos. Me puse realmente muy nerviosa. Nos miraban, éramos un grupo sospechoso. Para rematar la faena, se levantó y se dio un paseíllo repiqueteando. Mark, que estaba a mi lado, se reía con la boca llena, metió la mano en el plato e intentó mancharme la ropa. Les reprendí como si fuera una maestra de escuela. Les dije que no tenían modales, y que me habían aguado el día. Ante mis ruegos, empezaron a calmarse, no sé todavía el porqué de su conducta. Tampoco me sorprendió, ya que en clase tampoco era fácil mantener la disciplina. Ya sabía que ese instituto era muy problemático por los enfrentamientos raciales. Se respiraba siempre una fuerte tensión en los pasillos, en la cancha de deportes, entre el profesoradado; y por supuesto, los alumnos hacían gala de sus desavenencias en cualquier lugar. Incluso vi un día a uno chorreando sangre por la nariz. Le habrían dado un trompazo en cuaquier esquina. ¡ Qué violenta es la sociedad americana ! Los jóvenes usan las armas incluso antes de tener licencia para matar. Ya hemos visto los sucesos que han pasado en América, actualmente, se ha propagado a Europa, y por eso, la jubilación anticipada de los profes, es norma. Me despedí de mis alumnos. Mark me dijo que nunca vendría a España, porque no sería aceptado. Sería una premonición, porque el racismo ya nos ha llegado.

Comentarios

  1. es gracioso lo que cuentas. Sin duda gas tenido grandes experiencias. Atízale a la memoria

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