LA CASA EN TENNESSEE


El día que llegué a Humboldt, Tennessee, ya era tarde, estaba anocheciendo. El superintendente, - viene a ser un cargo correspondiente a nuestro delegado de educación, aunque allí le dan ese nombre tan militar seguramente por las armas que guardaba en la vitrina del salón de su casa-

me había transportado en su coche americano durante dos horas y media. Me recogió en Nashville, adonde había llegado desde Madrid- Atalanta y no le impresionó el largo recorrido que había realizado en avión sin dormir. Europa no existía para él.

Los Norteamericanos de la América Profunda que no han salido de sus fronteras o de los Estados limítrofes, están pegados a su pasado reciente, anclados en costumbres de mentalidad puritana, y con unas orejeras tan grandes como la extensión de sus territorios.

Me depositó en su casa como un producto caducado, un raro especimen que venía de no se sabe donde. Esa misma noche, me comentó si quería vivir en una casa que había estado deshabitada durante siete años, y pertenecía a una anciana ingresada en un geriátrico. Tuve mis recelos, no quería precipitarme en la decisión, pero no había otra opción: tenía que empezar a trabajar al día siguiente, y me urgía instalarme por mi cuenta.

Al día siguiente, al entrar en la casa, comprendí el enorme trabajo que me esperaba. Ya era demasiado tarde para desistir, tenía las maletas a la puerta, y sólo pensaba en liberarme de la presencia de mi anfitrión.

Fué impactante ver que encima de la mesa de la cocina, había una colilla en un cenicero y una taza que había sido usada,- no creo que la ancianita fumase, no dije nada. - Abrí los armarios de toda la casa, y comprobé que estaba tal cual la había dejado su dueña. Todas sus pertenencias de toda una vida quedaron desamparadas, expuestas a la mirada de una extraña. Sintí un odio tremendo por sus familiares por no guardar sus recuerdos más íntimos: trofeos de tenis, fotos familiares, amén de los cuadros del Sagrado Corazón de Jesús estaban colgados en las paredes de toda la casa. La imagen era tétrica, pero me sobrepuse ante la desvergüenza de sus familiares al dejar sus pertenencias desveladas y desamparadas de su sueño eterno.

Durante semanas me sentaba en el porche de la casa con un cubo de agua, estropajo y jabón, e iba sacando los muebles como podía, bien desarmándolos, o arrastrándolos. Hacía un calor húmedo, bochornoso, y los insectos, enormes, me zumbaban y picaban.

Cuando pude limpiar los muebles del dormitorio para sentirme más a gusto, me comunicaron que la anciana había pedido le envíaran su cama para morirse en ella.

Volví a limpiar otra cama para poder dormir a gusto, con el miedo de que se la llevaran después de haberla dejado reluciente.

En el porche se estaba bien por la noche, había un columpio que acomodé con unos cojines. Me dedicaba a mirar como los negros pasaban con sus camionetas, bien para dirigirse a sus casas o para ir a sus reuniones eclesiásticas. Tenía la sensación de estar viendo 'Lo que el viento se llevó' por la marginación en la que estaban los negros que me rodeaban. No me había dado cuenta al principio, pero después de ecucharles en el trabajo, supe que me habían colocado dentro de la categoría de ciudadana de tecera clase, lo cual me divirtió, porque me integré con los negros de una manera natural, iba con ellos a sus celebraciones religiosas y les hablaba de mis problemas de manera relajada, me encontraba a gusto con ellos, en cambio, con los blancos sajones, no llegué a congeniar, eran muy cerrados de mollera para mi mentalidad.

Al hall de la casa se entraba después de sortear una contra-puerta que hacía de repeledora de insectos, - como las de las películas, hecha de tela alámbrica-, más la cancela principal. En la habitación que daba al porche, había un sofá mugriento que tuve que limpiar, una televisión que nunca funcionó, un gramófono inservible, una vitrina llena de cristalería que nunca toqué, y, más trofeos del pasado. Mis tardes se cosumían preparando las clases, dibujando, y leyendo todo lo que encontré en la única biblioteca del pueblo, además de tomar nota de lo que me sucedía para sentirme en contacto con mi gente. Tenía un cuaderno de apuntes, los cuales iba mandando vía email a mis amistades para no sentirme tan aislada.

El salón de la casa era lúgubre, una gran chimenea, que funcionaría en tiempos mejores, estaba situada en la pared frontal, dos candelabros de madera, enormes, la flanqueaban. Los sillones, que tapicé con colores alegres, y las cortinas a juego, me dabam intimidad. Un armario ropero quedaba en el pasillo que unía el hall con la cocina, allí, se acumulaban todos los vestidos de la anciana, más inmensidad de cajas.

En la cocina, había una mesa central de madera, encima un gran ventilador de techo que hacía respirable el aire tanto en verano - no se podía abrir la ventana por los dichosos mosquitos-, como en invierno, cuando encendía la cocina de gas, cuyos tubos tuve que mandar a reparar porque tenía un escape.

Logré adecentar el cuarto de baño colocándole una ducha, y raspando todas las paredes, que para mi sorpresa, eran de madera. Me quedó como una sauna finlandesa, daba gusto entrar en él.

Había un ventanuco por el que se colaban los insectos, que daba pavor sólo mirarlos, y me picaron produciéndome hinchazones considerables.

En la época de los tornados, por precaución, había que meterse en la bañera por si la casa volaba, ya que toda ella era de madera. Pregunté porqué elegían el cuarto de baño para refugiarse, y me explicaron que la bañera era el sitio más seguro, ya que por su peso - era de las antiguas con patas-, no podía ser barrida por los tornados. Una sola noche lo intenté, de resto, me agarraba a la cama y oía el rugir del viento, hasta que por la mañana mis alumnos me comentaban los sucesos en el pueblo. Una vez vi todas las casas de los negros barridas literalmente por el último tornado, estaban contentos porque no habían tenido desgracias personales. Entendí porqué los norteamericanos tiene sus casas aseguradas a todo riesgo.

El garaje, inservible, tenía goteras, y la lluvia se oía correr, no de hundió de milagro, sería porque la casa estaba protegida por los cuadros del Sagrado Corazón de Jesús, que por supuesto, nunca descolgué de las paredes, por si las moscas.

Y la buhardilla, estaba repleta de los trastos más inservibles jamás imaginados. Toda una vida de compras compulsivas en forma de chatarra.

Los norteamericanos, compran con más ansiedad los fines de semana, las grandes superficies, con sus puestos de perritos calientes, eran los lougares más animados para pasar el sábado y el domingo, y yo, por supuesto, me dediqué a hacer reparaciones en casa como una americana más.

En las otras dos habitaciones, había más armarios repletos. Uno de ellos, con tantos adornos navideños, papeles de regalo, cajas con Santa Claus, que al abrirlo, producía el efecto de que había llegado la Navidad.

El tiempo que pasé en esa casa, me produjo ansiedad, desasosiego, y una profunda tristeza, porque vi en primera persona, como una vida se había amontonado y quedado reducida a trastos inservibles, sin que nadie se preocupara de salvar los objetos personales de la anciana para rendirle tributo de su paso por la vida.

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