CARACARTÓN PIEDRA


Caracartónpiedra permanecía apoyado en la barra, sabía que a su espalda había un grupo de personas hablando en un tono muy bajo para poderlas oír. Le molestaba no saber sobre que hablaban para  intervenir y así poder ser el protagonista de la velada.

          Era un hombre delgado, con canas de ondulación media, color          de cara desvaído, cercano a un personaje de cera. Ojos como              cuentas negras, muy pequeños y hundidos por las bolsas que              reventaban bajo sus ojeras, labios desgastados de tanto usarlos,          bien por la bebida o por sus frecuentes amoríos. Pose de galán            de noche, de duro de película de celuloide, de héroe de cartón            piedra.
      Su pose de duro se prolongó más tiempo de lo debido y no pudo        volverse, estaba entumecido, le dio tortícolis y  su brazo no                le respondía, se le había pegado a la barra. Sintió pesadez en el          antebrazo y le dio un tirón al querer apurar el güisqui. Sus venas        palpitaban al ritmo de su corazón, incluso las oyó crujir. Se                sobresaltó por si alguien hubiese podido oírlas, pero al terminar          su último buche, se serenó, carraspeó, y con voz de garrafón              pronunció la consabida frase: - ¡Me pones la penúltima! Su voz,        desgastada por el tabaco, dejó oír un sonoro gallo que expulsó            en  un golpe de tos.

Cayetana entró en el bar al ritmo de sus tacones. Su cuerpo se movía acorde a sus caderas, y su bamboleo fue más insinuante que otras veces, quizás esperando alguna muestra de admiración por parte del sujeto que se hallaba empotrado en la barra. La blusa de Cayetana era negra con un  escote generoso que dejaba ver con holgura el canalillo. Las solapas amplias sobresalían hasta el borde de los hombros con unos lunares blancos que se estampaban en el fondo de la tela. Sus aretes, del tamaño de los lunares, producían un efecto multiplicador en los círculos, y el pelo negro azabache recogido en un moño de medio lado, redondeaba su cara.
 
      Él no movió ni una pestaña ante tal aparición. Los ojos                  diminutos del galán no expresaron ninguna admiración. Continuó con su codo calloso apoyado en el mostrador como si fuese una prolongación de la madera, una rama del tronco de la barra con el vaso enquistado a modo de apéndice.
Con pose de galán trasnochado, enderezó el esqueleto y despegó el codo, al hacerlo, se vio un trozo de astilla pegado en el antebrazo, como si  una de sus arterias que se hubiese revelado, salido de su cuerpo y quisiese aparecer a través de su piel en forma de vaso leñoso.
Tras recorrer el largo espacio desde la esquina de la barra hasta el servicio de caballeros, procuró hacerlo como siempre para que nadie notase su incipiente mutación en un ser de madera. Sus rodillas crujieron al tratar de dar los primeros pasos, y las piernas se movieron al ritmo lento de un viejo gramófono. Su brazo seguía inmóvil, oculto por la chaqueta de cuero que siempre llevaba por los hombros y  pasó por donde estaba Cayetana con sus amigas procurando que la manga no se volviese.
Una vez en el servicio de caballeros, comprobó que era verdad lo que suponía una ficción. Todo el brazo estaba cubierto de astillas y el güisqui le supuraba hasta la muñeca. Lo achacó a su mala circulación, ya no digería la bebida tan bien como antes, se estaba convirtiendo en un madero. Las piernas estaban yertas como troncos y el brazo derecho era una rama astillada.
Tardó algo más de quince minutos en decidirse a salir, sintió que un sudor frío que le recorría el cuerpo; se estaba quedando paralizado y las piernas le flojeaban. Cogió bríos y salió con la chaqueta colgando sobre los hombros. Tenía que llegar hasta la barra. Al pasar por la mesa donde estaba Cayetana, ésta le dirigió una mirada de soslayo, imperceptible para las del grupo, y notó el gesto que él hizo al sujetarse la chaqueta, como si quisiera cubrirse pudoroso de algo que no quería mostrar.
Por fin, llegó victorioso a su esquina favorita y se apoyó en el mismo hueco en el que había algunas astillas clavadas en la madera. Vio como la sangre se le estaba convirtiendo en un líquido parecido a la resina y le recorría el brazo hasta llegar a los dedos. Quiso coger el vaso para llevárselo a los labios, pero la mano no le obedecía, lo intentó con la izquierda, pero tampoco pudo. El sudor le recorría desde la cabeza hasta los pies: era in inválido.
Afortunadamente, estaba de espaldas a la mesa de Cayetana y no podía ver los esfuerzos que estaba haciendo para disimular. Respiró hondo y se concentró durante unos segundos. Consiguió coger el vaso y beberse más de la mitad del güisqui, se sintió más aliviado, y la impresión que tenía de parálisis se desvaneció por un instante. Aprovechó ese momento de flexibilidad para torcer el cuello y echarle una miradita al canalillo de Cayetana. Ella notó notó su mirada clavada en sus pechos, y en la fracción de un segundo, sus ojillos se engancharon en los lunares de la blusa, y su mirada revoloteó perdida entre los círculos. Giró el cuello rápidamente para desengancharse del hechizo, y al hacerlo, le crujió otro vaso leñoso, en la carótida. Sus venas se estaban acartonando velozmente y se imaginó pegado a la barra como el hombre anuncio de Johnny Walker o como un vaquero a lo John Waine.
Quiso sacar un cigarrillo para aliviarse, pero no pudo, y cuando el camarero le preguntó si quería otra ronda, no pudo ni balbucear, sus mandíbulas estaban selladas.
Las de la mesa del fondo se fueron y el resto de los clientes también. Él siguió pegado a la barra hasta que el camarero se dio cuenta de que estaba inmóvil y le tocó en el hombro. Estaba totalmente rígido. Había cogido un color entre leñoso y ámbar, parecido al del

güisqui etiqueta negra que solía beber.

                                                                Curri 2009




 

 

           

           

  

 

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